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Texto:
La fe en diálogo con el
hombre.
Evangelización y compromiso
con los pobres
Vamos a hablar de fe en diálogo, y eso nos obligará a discernir
con quién hemos de dialogar, de qué queremos hablar, qué
pretendemos con el deseado diálogo, qué caminos vamos a seguir para
alcanzar lo que pretendemos.
Los interlocutores:
El argumento sobre el que se me pidió que reflexionase era “La
fe en diálogo con otras religiones”. Eso significaba hablar
de cristianos en diálogo con quienes, no siéndolo, buscan en la
religión una respuesta a los enigmas de la condición humana.
Intuí, sin embargo, que de ese diálogo no habían de quedar
excluidos quienes en el ejercicio de su libertad han optado por no
creer, o quienes dicen que, aun deseándolo, no pueden creer, y
tampoco aquellos otros que se han adaptado pacíficamente a no creer,
entiéndase a vivir como si Dios no existiera.
No digo que ateísmo, agnosticismo e indiferencia sean una forma
solapada de religión, pero no dejan de tener puntos importantes de
contacto con ella, pues también ellos dan una visión del mundo,
también ellos dan una respuesta a las preguntas ineludibles de la
existencia humana, y, aunque sólo sea para negarlo o para ignorarlo,
también ellos dicen relación a Dios.
Por otra parte, si a partir del siglo III de nuestra Era, los Padres
de la Iglesia acuñaron la expresión “Extra
Ecclesiam nulla salus”,
y si cada una de las religiones puede legítimamente haberse aplicado
a sí misma un principio semejante, “ante nuestra curiosa
mirada, hoy aparece con diáfana claridad el fenómeno según el cual
fuera del mundo, compuesto por todos nosotros,
no hay salvación humana posible”.
Y también como lugar de salvación el mundo empieza a tener color y
sabor de religión.
De ahí que, poco en la forma, más en el fondo, haya modificado el
título de esta reflexión, para dejarlo en “la fe en diálogo
con el hombre”.
Cuando hablamos de “fe en diálogo”, hablamos de “fe
cristiana”, y el primer significado que en este contexto
adquiere para nosotros esa expresión, es el de “creyente
cristiano” en diálogo con quienes no lo son.
Fe, creencia, religión:
Con toda naturalidad, de forma consciente o inconsciente, en la fe
cristiana reconocemos una religión y, con la misma naturalidad,
asimilamos a las religiones de la tierra el cuerpo de Cristo que es
la Iglesia.
En el enunciado que se me había sugerido para esta reflexión, “la
fe en diálogo con otras religiones”, el adjetivo “otras”,
que calificaba de cerca a las religiones interlocutoras de la fe,
también, aunque de lejos, calificaba como religión a la fe.
Nuestra fe, o si se prefiere, la vida cristiana,
tiene mucho en común con las religiones, pues aunque
“se distingue de la simple creencia, sin embargo, no por eso la
excluye, antes al contrario, la lleva en sí misma, no puede
prescindir de ella”.
Los cristianos, como los adeptos de toda religión, tenemos una
doctrina, una sabiduría, unas normas morales, unos ritos, una
tradición. También nosotros nos hacemos las preguntas a las que
toda religión intenta responder.
Tenemos en común con ellas, además del “sentido religioso”,
el esfuerzo por responder a las inquietudes del corazón humano.
Los cristianos no podemos en modo alguno prescindir del “aspecto
cognitivo del acto de fe”, por el que creemos en Dios y creemos
lo que él ha revelado.
En realidad, no podemos no ser una religión. Es más, en Cristo se
encuentra “la plenitud de la vida religiosa”.
Pero la fe cristiana, como la vida que por ella se nos da, establece
con Dios unos vínculos que no son reducibles al ámbito de lo
religioso. De ahí que, reconocido lo que nos une a las religiones de
la tierra, habrá que resaltar lo que no compartimos con ellas, pues
cuando hablamos de fe cristiana, hablamos de un nuevo nacimiento, de
una vida que hemos recibido, de un modo de ser, hablamos de
resurrección con Cristo, de glorificación con él, de comunión con
él en un solo cuerpo, en un solo espíritu.
Además de creer que hay un Dios –credere Deum-
y de creer a Dios –credere Deo-,
creemos en Dios –credere in Deo, credere in
Deum-. Creer que hay Dios, creer a Dios, creer en Dios,
“son tres actos que van encadenándose el uno con el otro,
siguiendo una progresión necesaria. Únicamente el tercero, que
supone e integra a los dos anteriores, caracteriza a la verdadera
fe”.
“Cuando yo creo en Dios, cuando yo le doy mi fe, cuando –en
respuesta a su iniciativa- yo me confío a él desde el fondo de mi
ser, se establece entre él y yo un vínculo de reciprocidad de tal
naturaleza, que la palabra «fe» puede aplicarse a cada uno de los
interlocutores. «La fe de las dos partes», escribió San Juan de la
Cruz, no sin audacia, a propósito de la relación del alma creyente
con Dios”.
Dicho con palabras del papa Benedicto XVI: “No
se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea,
sino por el encuentro
con un acontecimiento, con una
Persona, que da a la vida un
nuevo horizonte y, con ello, una orientación decisiva”.
A la mesa del diálogo podremos llevar sólo lo que de nuestra fe y
de nuestra vida podemos compartir con las demás religiones.
Los límites del diálogo:
Esos límites los señalará el contexto en que nos situemos o,
mejor, el fin que nos propongamos alcanzar por medio del diálogo.
Si su finalidad es el control de la violencia que acompaña
necesariamente las relaciones humanas,
el diálogo tenderá a gobernar esa violencia, a dirigirla,
administrarla, controlarla.
La historia es testigo de violencias innumerables que unos a otros
nos hemos hecho en nombre de la religión. Controlar esa violencia
que busca en las religiones justificación o atenuantes, es objetivo
que todos hemos de perseguir, tarea necesaria para el bien de todos.
Pero no dejará de ser para un cristiano un objetivo mínimo, que se
queda muy lejos del mandato recibido de amar al enemigo, mandato que
todo discípulo de Cristo debiera haber inscrito con caracteres
indelebles en la memoria de su fe.
Se supone que antes de ponerme a dialogar con otro desde mi fe, la he
asumido personalmente.
Antes de sentarme a la mesa de un diálogo cuyo objetivo fuese
“controlar la violencia alimentada por la religión”, mi
fe, no sólo me habría ya desarmado, sino que me habría impuesto la
tarea ineludible del amor al enemigo y del perdón a quienes nos
persiguen y calumnian. Quiero decir con ello, que para controlar mi
violencia, antes de sentarme con otros a la mesa de un diálogo, he
de sentarme como discípulo a los pies de Jesús de Nazaret.
En esa escuela cada cristiano ha de aprender a evitar la violencia
que causamos. Y ése es un aprendizaje de toda la vida, pues nunca
acabaremos de personalizar las exigencias de un amor llamado a ser en
nosotros perfecto como el de Dios.
Me pregunto, por otra parte, si será posible que algún día veamos
erradicada la violencia que padecemos. Podría preguntármelo desde
la experiencia de las Iglesias; lo hago desde las palabras de Jesús
en el evangelio: “Un discípulo no es más que su maestro, ni un
esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su
maestro, y al esclavo como su amo. Si al dueño de la casa lo han
llamado Belzebú, ¡cuánto más a los criados!”.
“Seréis odiados por todos a causa de mi nombre”.
Creo, sin embargo, que, cuando hablamos de “fe en diálogo con
el hombre”, pretendemos mucho más que buscar un instrumento
para alejar de nuestras relaciones la violencia. Los Padres del
Concilio Vaticano II se propusieron fomentar la unidad y la
caridad entre los hombres, también entre los pueblos, pues todos
forman una comunidad, todos tienen un mismo origen, y todos tienen un
mismo fin, que es Dios.
Ese objetivo de fomentar la unidad y la caridad, al mismo
tiempo que disponía a los hijos de la Iglesia para una relación
nueva con las religiones no cristianas, les imponía unos límites
que parecían insalvables, pues si se partía de “aquello que es
común a los hombres y conduce a la mutua solidaridad”,
sólo se podía llegar a algo común: a reprobar
“como ajena al espíritu de Cristo cualquier discriminación
o vejación realizada por motivos de raza o
color, de condición o religión”, y a rogar “a los
fieles que, en cuanto de ellos depende, tengan paz con
todos los hombres”.
Con lo cual nos quedamos lejos de ver a la fe en diálogo con el
mundo; sólo vemos a los creyentes en paz con todos los hombres. No
es poco, pero no es suficiente.
Yo he de dialogar contigo, pero lo que en realidad deseo, lo que
busco, no es que te encuentres conmigo sino con Cristo.
Mi fe, que no tiene pretensiones de conquista, tiene, sin embargo,
vocación de comunicación.
He dicho “vocación”, palabra que, por remitir a Dios, que
nos llama, remite a la obligación que la Iglesia tiene de anunciar a
Cristo, que es el camino, la verdad y la vida para
todos.
Esta vocación que, por ser de la Iglesia es mía, me expulsa de la
mesa del diálogo. Me expulsa del diálogo con las religiones, porque
todas se consideran en posesión de la verdad, todas tienen sus
certezas a las que no pueden renunciar. Me expulsa del diálogo con
el hombre de nuestra sociedad, a cuya mesa sólo se admite la
comparecencia de un pensamiento junto a otros pensamientos;
esto podrá parecernos más o menos razonable, más o menos justo,
pero es lo que hay; las palabras ya no son portadoras de verdades
eternas, sino apenas transmisores caprichosos de una opinión entre
otras; y los cristianos no podremos presentarnos ante les demás con
la verdad formulada, sencillamente porque el hombre de nuestra
sociedad no nos admitiría a su tertulia de opiniones yuxtapuestas,
puede que enfrentadas, sin pretensión de verse compartidas.
Mi vocación, la de anunciar a Cristo, me expulsa del diálogo con
los indiferentes, pues no les interesa el anuncio que yo he de
llevarles. Y, con más razón, me expulsa del diálogo con el
ateísmo, diálogo que en el mejor de los casos, quedaría limitado a
una contraposición de razones para negar la existencia de Dios o
para afirmarla, aunque en realidad no deja espacio ni para eso:
“Humanismo positivista, humanismo marxista, humanismo
nietzscheano son, más que un ateísmo propiamente dicho, un
antiteísmo, y más concretamente, un anticristianismo… Por
opuestos que sean entre sí, sus mutuas implicaciones, escondidas o
patentes, son muy grandes y tienen un fundamento común consistente
en la negación de Dios, coincidiendo también en su objetivo
principal de aniquilar la persona humana”.
Como ven, de la mesa de diálogo con el ateísmo contemporáneo,
antes de que me expulsara mi vocación, me había expulsado la
naturaleza misma de los humanismos ateos, el fundamento sobre el que
se construyen –la negación de Dios-, y el objetivo que persiguen
–la negación del hombre-.
A todo ello habría que añadir los límites que impone al diálogo
la naturaleza de Aquel sobre quien deseamos dialogar: Dios. Me
refiero a los límites que nos impone el misterio de Dios. Dios está
escondido, más aún, Dios es un Dios escondido.
Y esto, que lejos de ser una simple deducción teológica, es una
angustiosa experiencia existencial, más que a una mesa de diálogo
con el hombre que no cree, nos sienta a la mesa generosamente servida
del silencio de Dios.
Cuando en este contexto hablamos de diálogo, ¿qué queremos decir?
Para mí significa interpelar al hombre con la fuerza de las obras,
lo que lleva consigo que traslademos el mensaje sobre Dios desde el
ámbito de las opiniones sostenidas al ámbito de las certezas
vividas. Obligadas al silencio las palabras, hablará con las obras
el amor.
En diálogo, al modo de Dios:
Supongo que la revelación puede ser pensada como una forma de
diálogo de Dios con el hombre. Supongo asimismo que la creación
entera, los acontecimientos de la historia, la Sagrada Escritura,
Jesús de Nazaret, son palabras importantes en ese diálogo por el
que Dios, más que transmitir ideas, se dona en lo que dice, de tal
modo que, el proceso de la revelación, no termina en una plenitud de
conocimiento sino en una plenitud de donación, de comunión. En la
cruz, donde el Hijo preguntará el porqué de su abandono, allí
donde el proceso de la revelación parece terminar en pura oscuridad
–oscuridad del conocimiento-, allí se dará la total donación, la
perfecta comunión entre Dios y el hombre, comunión a la que, por la
acción del Espíritu Santo, tiende la creación entera.
Ahora ya pueden imaginar la osadía: Si la fe busca un camino para ir
al encuentro del hombre, parece apropiado que siga el que Dios ha
recorrido hasta nosotros.
a) Dios se limitó para crearnos:
Es éste un argumento que ha entrado en la normalidad del discurso
teológico, y del que se pudieran resaltar muy variados aspectos.
Aquí quiero fijarme en lo que nos pueda servir de referencia para
nuestro deseado diálogo con el hombre.
La acción creadora establece una relación necesaria entre Dios y el
hombre. Esa relación está sellada, marcada por el amor, de tal modo
que el amor se nos ofrece como razón única para la acción
creadora.
Pero el amor, si es auténtico “siempre se presenta acompañado
de vulnerabilidad”, siempre “es precario y
conlleva el riesgo del rechazo”,
siempre impone limitaciones a quien ama. Y ésta es una primera y
poderosa luz echada sobre el camino que la fe cristiana ha de seguir
si quiere llegar al corazón del hombre que no la tiene; en su camino
hacia el otro, el cristiano se hace vulnerable: camina en precario,
se expone al rechazo, ¡ama!
Las palabras de un salmo pueden ayudarnos a precisar un poco más lo
que queremos decir cuando hablamos de autolimitación de Dios en la
creación
El salmista oró así: “¡No a nosotros, Señor, no a nosotros! Hazle honor a tu
nombre, por tu lealtad y tu fidelidad…. Nuestro Dios está en los
cielos e hizo cuanto quiso”
Los ídolos son hechura de manos humanas. El Dios verdadero es
creador; “lo que quiere, lo hace”; él hizo el cielo y la
tierra.
En el salmo se dice que el cielo pertenece al Señor, y de la tierra
se dice que el Señor se la ha dado a los hombres.
En tu oración, confiesas que tu Dios, “lo que quiere lo hace”,
y no te atemorizas, sino que confías. Dices que “tiene su
santuario en el cielo”, y no te escondes, sino que bendices.
Confías y bendices, porque para ti tu Dios está limitado por su
bondad, por su lealtad. Confías y bendices, porque tu Dios es tu
auxilio y tu escudo.
En tu camino de creyente hacia el hombre, si no quieres que levante
barreras el temor, ni siquiera las barreras de la devoción, habrás
de encerrar el poder en los límites de la bondad y la lealtad. Si el
otro encuentra en ti auxilio y escudo, podrás esperar que entre los
dos se crucen un día palabras de bendición.
b) El Mesías Jesús se hizo siervo para redimirnos:
Supongo que en la mente y en el corazón de muchos cristianos
encontraría hoy una acogida favorable, ¿entusiasta?, la propuesta
que Santiago y Juan hicieron aquel día a Jesús: “¿Quieres que
digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?”
Pero Jesús no era de la opinión: “Se volvió y los regañó”.
Y alguien pensó que les dijo también: “No sabéis de qué
espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido a destruir
vidas humanas, sino a salvarlas”.
La glosa dice que el Mesías Jesús vino a salvar vidas humanas. Y
ésa, la vida, es la meta soñada del diálogo del que aquí estamos
hablando. Jesús expresó el mismo objetivo con otras palabras: “El
Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su
vida en rescate por la multitud”.
Aquí, además de indicar la meta hacia la que se va, se indica el
camino por el que se va: Para rescatarnos –ésa es la meta-, el
Hijo del hombre se ha hecho siervo –éste es el camino-.
Puedes entender justamente que, haciéndose hombre, el Hijo de Dios
se ha hecho siervo; pero no entenderías mal tampoco si considerases
que, para redimirnos, el Mesías Jesús, el Dios hecho hombre, ha
escogido, no el camino del humano poder, de la humana sabiduría,
sino el de la humana debilidad, el de nuestra fragilidad, el de los
últimos, el de los menores, el de los que sirven.
Si ahora quieres concretar las formas de ese servicio, sólo tienes
que recorrer las páginas de los evangelios; allí encontrarás los
verbos de la acción de Jesús: Anunciar la llegada del Reino de
Dios, enseñar, curar, bendecir, perdonar, buscar ovejas perdidas,
monedas perdidas, hijos perdidos, liberar oprimidos, resucitar
muertos, darse hasta dar la vida.
Alguien pudiera pensar que hemos entrado de lleno en el reino de la
magia, en un tiempo de poderes liberados para rescatarnos. Pero no es
así, y la Escritura del Nuevo Testamento nos lo recuerda de muchas
maneras. El Mesías Jesús nos libera de nuestras miserias
asumiéndolas en él: Vivimos con su vida, porque él muere con
nuestra muerte;
somos justificados con su justicia, porque él ha cargado con
nuestros pecados;
fuimos liberados de la maldición de la ley, porque él se hizo
maldición por nosotros;
nos alcanzó su riqueza, porque él hizo suya nuestra pobreza.
La forma de este diálogo de Dios con el hombre la representó el
evangelista Juan en el lavatorio de los pies, primer capítulo del
libro de la gloria del Mesías. Es tiempo de sabiduría: Jesús sabe
que ha llegado su hora de pasar de este mundo al Padre; Jesús sabe
que el Padre había puesto todo en sus manos; Jesús sabe que venía
de Dios y volvía a Dios.
Es tiempo de amor total: “Habiendo amado a los suyos que estaban
en el mundo, los amó hasta el extremo”.
Porque sabe y porque ama, Jesús “se levanta de la cena, se
quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en
la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos,
secándoselos con la toalla que se había ceñido”.
Has visto bien: has visto a Dios a los pies del hombre, pues has
visto a Jesús, al Maestro, al Señor, lavar los pies de sus
discípulos.
Lo que antes llamé ‘osadía’, aquí se nos muestra como mandato
que recibimos de aquel que se abajó a nuestros pies para lavarlos:
“Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís
bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado
los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os
he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros
también lo hagáis”.
Se comprende que el mandato no recae sobre la acción de lavar los
pies o lavarse –ésa es una cuestión de higiene-, sino sobre lo
que Jesús ha hecho con los discípulos, que es una cuestión de amor
y de comunión: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”.
A la meta, que es la vida ofrecida, que es el encuentro deseado, que
es la comunión buscada, se va por los caminos del servicio, del
anonadamiento, del amor.
c) La Eucaristía, icono del diálogo de Dios con el hombre:
La Eucaristía es memoria verdadera, real, objetiva, del Mesías
Jesús. El pan que comulgas consagrado en este sacramento es el
Cuerpo entregado del Señor. El cáliz que se te ofrece para que
bebas de él, es el de la Sangre de Cristo, Sangre de la alianza
nueva y eterna, derramada por todos para el perdón de los pecados.
La gracia que en estos misterios se nos ofrece es la misma que el
Padre ofreció al mundo cuando por amor nos dio a su Hijo: La vida
eterna, el encuentro con Cristo, la comunión con él.
Si la verdad del sacramento representa –hace presente- el
anonadamiento de Cristo, el signo sacramental, la humilde forma del
pan sobre la mesa de la comunidad, nos recuerda el camino que ha
recorrido hasta nosotros la Palabra, la Luz, la Vida que viene de
Dios: se hizo hombre, se hizo pobre, se hizo maldición, se hizo
nuestro Pan.
Hombres y mujeres en camino con Cristo:
El creyente cristiano, en su camino hacia el que no cree, si quiere
ir más allá del diálogo que gobierna y encauza la violencia de los
hombres, ha de hacer cesión de derechos al amor.
Sin demasiada sorpresa descubrimos que el interlocutor del amor
cristiano, aquel hacia quien vamos, y a quien al comienzo de esta
reflexión hemos identificado como “el hombre”, en
realidad es sólo el pobre: el que necesita que le
laven los pies, el que necesita que le perdonen, el que necesita que
le curen, el que necesita que le amen, el que necesita que alguien se
acuerde de él.
El otro, el satisfecho, ni nos espera ni nos admite. Para él, el
nuestro no sería un evangelio sino un fastidio, y a su puerta
nosotros sólo seríamos un incordio.
En la sinagoga de Nazaret, Jesús leyó aquel texto del profeta
Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me
ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a
los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, a poner en libertad
a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor”.
Y, en homilía tan corta como escandalosa, dijo: “Hoy se ha
cumplido esta Escritura que acabáis de oír”.
El Espíritu del Señor unge y envía para que llevemos la buena
noticia a los pobres. De alguna manera, esa unción nos
hace de los pobres y nos hace pobres. Y sólo el amor de Dios, que
nos empobrece y envía, tendrá fuerza para deslizarse también por
las rendijas del alma de quien ni nos espera ni nos recibe. Por
decirlo de otra manera: quien nos envía a los pobres, a través de
los pobres nos está enviando también a quienes todavía no saben
que lo son.
Sabemos de quién somos enviados. Sabemos a quiénes somos enviados.
Pero será necesario discernir a la luz del Espíritu del Señor cuál
es la buena noticia que hemos de llevar a los pobres.
No tendría sentido que ofreciésemos la vista a un cojo o la
movilidad a un ciego.
Espero que empecéis a intuir el sinsentido de una comunidad eclesial
encerrada en las fronteras de sus ritos y sus dogmas, y ajena a las
necesidades del mundo que la rodea.
Reconocimiento de los pobres y discernimiento de pobrezas no son una
estrategia obligada de evangelización para la Iglesia de Tánger,
sino vocación y misión de todas las Iglesias. En el camino de los
pobres no nos ponen las leyes antiproselitismo de los reinos de este
mundo, sino la unción del Espíritu del Señor y su santa operación.
Si eso es así, lo que hemos de llevar a los pobres, la buena noticia
que para ellos se nos ha confiado, no es algo que se haya determinado
de una vez para siempre, ni siquiera algo que se pueda determinar de
hoy para mañana; lo hemos de discernir hoy para hoy: para este
tiempo, para este lugar, para estas circunstancias, para estas
pobrezas, para estos pobres.
No creo engañarme si digo que a los cristianos, los hombres de la
modernidad, ese hombre con el que supuestamente deseamos dialogar,
nos han conocido sobrados de ritos, de dogmas, de normas morales, y
no nos encontraron portadores de libertad, de vida, de luz, de
gracia, de alegría y de pan. La autoridad que en la conciencia del
hombre moderno han adquirido las propuestas de positivismo,
nihilismo, marxismo, se la hemos dado nosotros con nuestra deserción
del evangelio de Cristo.
El primer paso que ha de dar la fe en busca de diálogo con el
hombre, es un paso hacia los pobres, y, condición indispensable para
ello, es un paso hacia la pobreza. No dejamos de mirar a quién hemos
de ir, ni podemos olvidar cómo hemos de ir. Y en materia tan ardua,
los ojos se vuelven necesariamente al Creador que se limita para que
sea lo creado, al Redentor que se abaja para que sea enaltecido lo
redimido.
Me pregunto hasta dónde estoy dispuesto a llegar en este proceso de
autolimitación, de abajamiento, de empobrecimiento, de acercamiento
a los pobres, de diálogo con el hombre. Porque de eso se trata: no
de debate intelectual, no de foro de diálogo cultural o religioso,
no de tertulia entretenida, sino de bajada al infierno de los
últimos, de abrazo a la limitación, al abajamiento, a la pobreza,
que son los caminos que el amor de Dios ha escogido para ir al
encuentro del hombre. Si hemos entrado por esos caminos,
ya podremos aplicarnos al discernimiento de la buena noticia
que hemos de llevar a los pobres.
El texto del profeta, que Jesús declaró cumplido aquel día en la
sinagoga de Nazaret, hablaba de “proclamar a los cautivos la
libertad y a los ciegos la vista, poner en libertad a los oprimidos,
proclamar el año de gracia del Señor”. Cualquiera de los
evangelios nos puede guiar en esta búsqueda de nombres concretos
para la acción de evangelizar a los pobres. El camino
de Jesús es un camino entre pobres: Hace callar al espíritu inmundo
y lo expulsa,
increpa a la fiebre y la hace pasar,
cura a los enfermos de diversas dolencias,
extiende la mano sobre un leproso y lo limpia de la lepra,
perdona los pecados y hace caminar a un paralítico.
Come con publicanos y pecadores, que es una manera de sanar enfermos
y rescatar vidas.
Perdona a la mujer sorprendida en adulterio,
y a la que entró con su frasco de alabastro en el banquete de
Simón.
Y ofrece el paraíso a un ladrón que, crucificado con él, sólo
puede aducir su pobreza para que el Señor se acuerde de él.
El que dijo: “Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados,
cojos y ciegos, y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te
pagarán en la resurrección de los justos”,
es el que ha querido tales comensales en el banquete del Reino de los
cielos.
Intuyes que es necesario el acercamiento a los pobres, el
discernimiento de las múltiples formas que asume la pobreza, la
búsqueda de posibles respuestas a las necesidades que hayas
detectado; pero algo te dice que eso, siendo noticia necesaria, no es
todavía la buena noticia. La buena noticia, más que la liberación,
es el que te libera; más que la curación, es el que te cura; más
que la vista recobrada, es el que te abre los ojos, más que la vida
que recibes, es el que te la da: ¡El evangelio es Cristo
Jesús!
Las ambigüedades del camino:
El trasfondo necesario de este camino de Cristo y de la Iglesia es
el amor: El amor que es Dios;
el amor con que el Padre Dios nos entrega a su Unigénito para que
tengamos vida;
el amor con que este Unigénito se ha entregado, como Pan del cielo,
sobre la mesa de los pobres; al amor con que la Iglesia se entrega a
los pobres para darles la vida, para darles a Cristo.
Ese amor, aun siendo razón de todo en la evangelización, no puede,
sin embargo, eliminar las ambigüedades del camino. Jesús mismo fue
víctima de la ambigüedad de los signos que hacía, y lo hizo notar
cuando dijo: “Me buscáis, no porque habéis visto signos, sino
porque comisteis pan hasta saciaros”.
Por su misma naturaleza, lo que hagamos para llevar la buena noticia
a los pobres está condenado a la ambigüedad: Queremos que vean a
Cristo, y puede que sólo consigamos que vean nuestro poder; queremos
que busquen a Cristo, y puede que sólo los movamos a buscar un pan
barato y abundante; queremos que descubran la soberanía del amor, y
puede que sólo estemos alimentando viejas formas de egoísmo.
Porque somos conscientes de ello, nos sentimos obligados al
discernimiento. Necesitamos discernir la calidad del amor, la verdad
de nuestra identificación con Cristo, la verdad de nuestra vida en
Cristo. Necesitamos vivir en discernimiento, de tal modo que nuestro
testimonio de Cristo, por ser cada vez menos ambiguo, se haga cada
vez más eficaz. Que todo nuestro ser lo señale a él como buena
noticia de Dios: Él es la libertad, él es la luz, él es la
resurrección y la vida, él es nuestra paz.
Conclusión:
La encierro en pocas palabras. Un camino, tal vez el único, que
considero viable para que la fe vaya al encuentro del hombre de hoy,
es el de la limitación y el abajamiento, el de la pobreza abrazada
como forma propia de nuestra misión, el de la cesión de derechos al
amor, el de la identificación con Cristo hasta que deje de ser yo
quien viva y sea él quien viva en mí.
Que los pobres vean en nosotros a Cristo. Y que vean en Cristo la
buena noticia de Dios.
Gracias.
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